detenido allende la puerta grande, que volvió a cerrarse, mientras un
guardia francés de centinela daba con
el mosquete en el hocico del caballo del vizconde, el cual volvió grupas,
satisfecho de saber a qué atenerse
respecto de la presencia de aquella carroza que encerrara a su padre.
Ya lo hemos atrapado --dijo Grimaud.
--Como estamos seguros de que va a salir, aguardemos, ¿no es verdad,
señor de Vallón? --dijo Brage-
lonne.
--A no ser también que D'Artagnan esté preso --replicó
Porthos; --en cuyo caso todo está perdido.
Raúl, que conoció que todo era admisible, nada respondió
a las palabras de Porthos; lo único que hizo fue
encargar a Grimaud que, para no dar sospechas condujese los caballos a la callejuela
de Juan Beausire,
mientras él con su penetrante mirada atisbaba la salida de D'Artagnan
o de la Carroza.
Fue lo mejor, pues apenas transcurridos veinte minutos, volvieron a abrir la
puerta y apareció de nuevo la
carroza. ¿Quiénes iban en ella? Raúl no pudo verlo por
habérselo privadd un deslumbramiento, pero Gri-
maud afirmó haber visto a dos personas, una de las cuales era su amo.
Porthos miró a Bragelonne y al lacayo para adivinar qué pensaban.
--Es cierto --dijo Grimaud, --que si el señor conde está en la
carroza, es porque lo han puesto en liber-
tad, o lo trasladan a otra prisión.
--El camino que emprenden nos lo dirá--repuso Porthos.
--Si lo han puesto en libertad --continuó Grimaud, --lo conducirán
a su casa.
--Es verdad --dijo el gigante.
--Pues la carroza no toma tal dirección --exclamó el vizconde.
En efecto, los caballos acababan de in-
ternarse en el arrabal de San Antonio.
--Corramos --dijo Porthos --ataquemos la carroza una vez en la carretera, y
digamos a Athos que se
ponga a salvo.
--A eso llaman rebelión, --murmuró el vizconde.
Porthos lanzó a su joven amigo una segunda mirada digna hermana de la
primera, a la cual respondió el
vizconde arreando a su cabalgadura.
Poco después los jinetes dieron alcance a la carroza. D'Artagnan, que
siempre tenía despiertos los senti-
dos, oyó el trote de los corceles en el momento en que Raúl decía
a Porthos que se adelantasen a la carroza
para ver quién era la persona a la cual acompañaba D'Artagnan.
Porthos obedeció, pero como las cortinillas estaban corridas, nada pudo
ver.
La rabia y la impaciencia dominaban a Bragelonne, que al notar el misterio de
que se rodeaban los com-
pañeros de Athos, resolvió atropellar por todo.
D'Artagnan por su parte, conoció a Porthos y a Raúl, y comunicó
a Athos el resultado de su observación.
Athos y D'Artagnan se proponían ver si Raúl y Porthos llevarían
las cosas al último extremo.
Y así fue. Bragelonne empuñó una pistola, se abalanzó
al primer caballo de la carroza, e intimó al coche-
ro que parase, Porthos dio un golpe y lo quitó de su sitio, y Grimaud
se asió a la portezuela.
--¡Señor conde! ¡señor conde! --exclamó Bragelonne
abriendo los brazos.
--¿Sois vos, Raúl? --dijo Athos ebrio de alegría.
--¡No está mal! --repuso D'Artagnan echándose a reír.
Y los dos abrazaron a Porthos y a Bragelonne, que se habían apoderado
de ellos.
--¡Mi buen Porthos! ¡mi excelente amigo! --exclamó el conde
de La Fere; --¡siempre el mismo!
--Todavía tiene veinte años --dijo D'Artagnan. --¡Bravo,
Porthos!
--¡Diantre! --repuso el barón un tanto cortado, --hemos creído
que os habían preso.
--Ya lo veis --replicó Athos, --todo se reducía a un paseo en
la carroza del señor de D'Artagnan.
--Os seguimos desde la Bastilla --replicó el vizconde con voz de duda
y de reconvención.
--Adonde hemos ido a cenar con el buen Baisemeaux --dijo el mosquetero.
--Allí hemos visto a Aramis.
--¿En la Bastilla?
--Ha cenado con nosotros.
--¡Ah! --exclamó Porthos respirando.
--Y nos ha dado mil curiosos recuerdos para vos.
--Gracias.
--¿Adónde va el señor conde? --preguntó Grimaud,
as quien su amo recompensara ya con una sonrisa.
--A Blois, a mi casa.
--¿Así en derechura?
--Desde luego.
--¿Sin equipaje?
--Ya se habría encargado Raúl de enviármelo o llevármelo
al volver a mi casa, si es que a ella vuelve.
--Si ya no lo detiene en París asunto alguno, hará bien en acompañarnos,
Athos --dijo D'Artagnan
acompañando sus palabras de una mirada firme y cortante como una cuchilla
y dolorosa como ella, pues
volvió a abrir las heridas del desventurado joven.
--Nada me detiene en París--repuso Bragelonne.
--Pues partamos --exclamó Athos inmediatamente.